5.11.15

Trazos sobre un mapa breve

El artista Domingo Campillo acaba de presentar un nuevo y sugerente trabajo editorial a partir de una viaje a la Antártida.



[...] el viaje –en el mundo y en el papel- es de por sí un continuo preámbulo, un preludio de algo que está por venir y siempre a la vuelta de la esquina; partir, detenerse, volver atrás, describir en el cuaderno el paisaje que, mientras se atraviesa, huye, se disgrega y se recompone como una secuencia cinematográfica con sus fundidos y reajustes, o como un rostro que cambia con el paso del tiempo.

Claudio Magris, El infinito viajar.


Por Domingo Campillo

Es difícil ser coherente con la lógica binaria clásica si he de explicar aspectos y hechos relacionados con mi estancia en la Isla Decepción. Más bien debería atender a la lógica borrosa o difusa, que observa más variables de entrada y sugiere otras conclusiones distintas al 0/1, si/no, o verdadero/falso, resultados que amparan lo relativo y semoviente frente a lo inflexible o absoluto. Este aspecto se verifica, sobretodo, en la traslación verbal de la experiencia; la expresión lingüística procura las palabras más adecuadas para expresar el asunto de manera eficaz para hacerlo consuetudinario. Pero la Isla Decepción no permite concluir con una explicación precisa que dé cuenta de todo lo percibido sin que no sobrevuele la incertidumbre sobre la fiabilidad de la memoria.



Las semanas que siguieron a la vuelta fueron un reguero continuo de explicaciones en torno a lo que vi y fotografié. Cada descripción de las cosas y de los hechos mantenía el pulso encarnizado de la reciente experiencia pasada sin aparentes pérdidas de información ni de yuxtaposición de imágenes. Las palabras lograban establecer –fijar– una idea satisfactoria de aquel territorio, ilustradas por las fotografías que yo mostraba y que daban cuenta de las particularidades del paisaje y de mi paso por él. Pero lo que no podía expresar con absoluta exactitud era la dificultad que tuve para encontrar puntos de referencia que me permitieran un mínimo establecimiento temporal y espacial, fundamental para situarme en el lugar: por un lado, las horas de luz en el verano austral se extendían más allá de lo concebible para mí y, por otro, me inquietaba la posición geoespacial de este territorio, de tal forma que conocer la ley física de la gravitación y sus consecuencias no me permitía tranquilizar a la obstinada certitud –aun se mantiene– de estar cabeza abajo en relación con la posición normal que mantengo habitualmente en este hemisferio. Más que el frío, estas dos circunstancias marcaban de manera indeleble cualquier pensamiento y mi discurso.
En esos días todavía cercanos del retorno a casa, le propuse a Amanda Dale que recogiera en palabras el relato del viaje, de manera que al verbalizarlo y escribirlo quedara registrado, concediéndole carta de naturaleza a la narración. Progresivamente, el relato se fue convirtiendo en una sucesión de retazos desclavados de la memoria de los que fue tomando apuntes minuciosos, anotando recodos, giros, nieblas y brillos que quedaron registrados en su escritorio como en un cuaderno de bitácora, en donde queda inscrito todo lo memorable de una travesía para dejar su constancia. 

Sin dudarlo me respondió: 

No me fiaría de nada.


En una de esas explicaciones le decía:
Había sitios que controlabas visualmente pero que no podías pisar físicamente. Eso no te lo dice nadie. Nunca había sentido ese tipo de imposibilidad de acceder a sitios como la sentí en este viaje. Por eso, aún no estoy seguro de si he tenido la experiencia. [...] Quería tocar, acercarme, ver con los pies. Porque si no lo has pisado, no es tuyo, no puedes apropiarte del sitio; no hay emoción, historia o memoria. Entonces, meter la mano en el Océano Antártico se convirtió en una ceremonia para mí, una especie de comunión.
Ella podía hacerse cargo de todo lo que yo nombraba de allí y de sus descripciones –supe argumentar más tarde– porque obtenía el beneficio de la imagen fotográfica que le mostraba y que, a modo de postal, ratificaba la es- tancia y la representación. Sin embargo, no encontraba patrones de referencia para manifestarle el asombro, las distancias o la amenaza de encontrarnos sobre la superficie de un volcán activo. Entonces, prefería el silencio o la espera de una respuesta.

Le dije:
Empiezas a identificarte con los antiguos cuando pensaban que la tierra era plana. Una vez allí, cuesta trabajo entender que si sigues andando desde el Norte hacia el Sur, lejos de caer a un vacío incierto, al final acabas andando desde el Sur hacía el Norte... de alguna manera pensamos que la tierra siempre tiene el Norte ‘arriba’ y el Sur ‘abajo’.

Y le pregunté al hilo:
¿Qué pasaría si a partir de ahora representásemos todo al revés? ¿Qué sensación te daría?

Probablemente, esta desconfianza se podría paliar mediante estrictas maniobras de reorientación, de forma que le permitieran resituarse dentro de la nueva representación y agenciarse del nuevo orden; técnicamente, y en términos absolutos, no supondría más que girar 180 grados toda representación cartográfica: con los nombres, paralelos, signos convencionales, o las leyendas. Pero la pregunta nos llevaba al encuentro en el mapa, no en el territorio ni en el trayecto, pues arrastraba, inconscientemente, la imposibilidad temporal de tomar la perspectiva que yo le proponía. Concluimos que esa pérdida de confianza era debida a una asunción del espacio y del tránsito con frecuencia de paso diferente entre emisor y oyente, es decir, a una reconstrucción de la imagen cartográfica desde perspectivas no sintónicas. Estas discusiones fueron las que provocaron mi cuestionamiento –desde la íntima percepción física– de la representación normativa del territorio y la relación que se establece con las prácticas de situación legitimadas. El viaje a la Isla Decepción constituyó un cruce de un limen personal; un paso fundacional y privado que estableció nuevos mo- dos de acometer el trayecto para saber, controvirtiendo el estatuto de racionalidad de referencias acreditadas –espaciales y temporales, por tanto, culturales– y sus modos de establecimiento. 



Retomar la idea de desarrollar el proyecto Trazos sobre un mapa breve, después de 10 años de aquellos primeros apuntes, invitó al desembalaje de todo el archivo compilado: las imágenes, el título, los textos, y también lo que se dejó inadvertido y relegado. La revisión de las fotografías destapó un mar de acontecimientos que, cebados por reverberaciones y olvidos, volvieron a situar los lugares en la memoria y obligaron a volver a empezar a contar y a componer de nuevo el relato y la secuencia. Efectivamente, la imagen fija promueve la persistencia de lo registrado, pero con el paso del tiempo convocará un encuentro nuevo y distinto con aquello que se registró. También, leer las palabras dichas años atrás ha sido un ejercicio contradictorio. Cuando las pronuncié mostraban toda la potencia y la veracidad que pueden otorgar a lo que definen y describen. Sin embargo, hoy, aquí, no tengo el convencimiento de la exactitud de su signo. Pero eso no debería resultarme extraño, pues en su momento observé:


[...] me cuesta recordarlo. Necesitaría ir otra vez para saber más. Pero tengo la certeza de que si volviera, lo que preten- diera volver a encontrar, no lo hallaría.

Al final, como en todo y como siempre, los recuerdos se muestran en un tiempo que es una amalgama de otros, donde las imágenes y las palabras se superponen y se interfieren mutuamente para configurar las cartografías privadas de cada uno en una aglomeración de tiempos simultáneos: el tiempo gastado en la experiencia, el paso del tiempo desde entonces y, ahora, cuando las imágenes se miran sobre un papel, el tiempo que dura el paso de cada página y la permanencia en ellas.
El tiempo todo lo mueve. Todo se mueve y no hay forma de interrumpir el movimiento: efectivamente, nuestros paisajes huirán, y todo será ya mentira. Descriptivamente, una mentira líquida. O una verdad en otro lado.